Uno
que no supe rechazar.
Ella
danzaba a mi alrededor como una serpiente, estrechando cada vez más la
circunferencia invisible con la que me asfixiaba.
No
me importó. No necesitaba más oxígeno que el entremezclado con su aroma.
Ella
me acercó la pipa y, al contrario que en otras ocasiones, el opio no me nubló
el juicio. Nunca había sido tan consciente de lo que estaba a punto de ocurrir.
Se
acercó aun más y apresó mis labios. Su beso era fuerte, tan ansioso que dejamos
de bailar para concentrarnos. Me apretó
la cara con sus manos y me dio un mordisco. Una gota de sangre resbaló por mi
barbilla y la enjugó de un lengüetazo. Aquel gesto me encendió de tal forma que
habría consumado mi ansia allí mismo, sin importarme el gentío que nos rodeaba.
Pero ella se alejó entre risas y miradas sugerentes a la espera de que siguiera
sus pasos.
Lo
hice. Avancé como un asno tras una zanahoria, esquivando a las personas que
bailaban, las mesas de juego y las nubes de humo adormecedor.
Cruzó
el umbral de una posada para atravesarla y escapar por la puerta trasera. De
vez en cuando, miraba hacia atrás para enloquecerme con sus ojos colmados de
deseo, viciosos, hambrientos.
Al
alcanzar un solitario callejón, aminoró la marcha. Bajó uno de sus tirantes, dejando
un hombro al descubierto, y el otro resbaló. Sus pechos rebosaban aquel jugoso
escote que clamaba por mi atención. Avanzó hasta resguardarse bajo un puente de
piedra mientras se levantaba las enaguas y me mostraba el apetitoso camino a
seguir.
La
acorralé contra el muro de piedra y saboreé, con una brutalidad impropia de mí,
la piel que encontraba a mi alcance mientras ella liberaba la presión de mis
pantalones. Clavó sus dientes en mi cuello sin derramar más sangre de la que me
devolvió entre besos.
Con
una de sus afiladas uñas rajó su labio inferior y pintó mi boca con su
lengua. Antes de que me diera cuenta, el calor, el éxtasis y el dolor se
entremezclaron en un baile de placer desconocido para mí hasta entonces.
Saqué
la cartera. No me importaba pagar. Las reuniones de negocios que se iniciaban
en casas de juegos solía terminarlas en rincones oscuros y sin blanca.
—Guárdate
eso, encanto.
—Cógelo
—dije agitando el consistente fajo de libras—. Querré repetir. Esto hará que te
acuerdes de mí.
—¿Repetir?
—soltó una carcajada al tiempo que se arreglaba el pelo—. En unas horas
desearás estar muerto.
Agotado,
apoyé la espalda sobre el muro y resbalé hasta quedar sentado en un charco. El
efecto de opio se hizo con mis sentidos y poco me importaba más que dejarme
llevar hacia el mar de calma al que me arrastraba.
Ella
se acuclilló a mi lado para acariciarme el rostro con su aliento.
—Siento
haberte hecho esto, dulzura —susurró—. No he podido resistirme.
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