Via |
Era
fácil.
Cada
quincena consumía una nueva vida y a nadie le importaba. Alternaba entre el
servicio, trabajadores de bajo rango, viajeros y, si no podía evitarlo, prostitutas
o sin techo. Incluso llegué a un acuerdo con el dueño de una cutre posada en la
que podía saciar mis deseos y asesinar en la tranquilidad del anonimato. Por
aquel entonces, el dinero podía comprarlo todo. Absolutamente todo.
—Madre
e hija —me dijo el posadero.
Aquella
noche me sentía más débil de lo habitual. El sol del verano me hacía comer con
más frecuencia, pero acaba de alimentarme de uno de mis sirvientes, no tenía
sentido seguir hambriento; pero lo estaba.
—Niños
no.
—Es
lo que hay. Esta mañana se ha marchado un grupo de viajeros y sus catres no
tardarán en llenarse de putas y borrachos… —Negué con la cabeza. Estas personas
solían estar tan infectas como su apariencia sugería. Hasta en dos ocasiones
saboreé el cólera—. Ellas parecen sanas. Recién llegadas de Liverpool.
—He
dicho que no.
—Es
lo que hay. —Se arrepintió de inmediato de hablarme hablado con ese tono tan
insolente. Mi mirada le hizo orinarse en su pantalón sucio—. Yo… —Su corazón
bombeaba con mayor frecuencia—. Sé que la mujer busca trabajo. ¿Por qué no le
ofrece servir en su mansión? Podrá usar a la niña para la fábrica después de…
Agarré
una hoja arrugada del mostrador y garabateé una improvisada oferta de empleo
con mi dirección personal.
—Hasta
ahora he llamado a las autoridades para deshacerme de los cadáveres. Les hablo
de esa enfermedad que está arrasando y se los llevan bien envueltos en mis
sábanas.
—Me
aseguraré de que le traigan sábanas nuevas —dije entregándole unas monedas junto
al papel arrugado.
—No
es esa la traba —murmuró—. Debe ser más precavido. Anteayer, un tipo que acompañaba
a los agentes tomando notas, puso en duda mi palabra. Dice que tal la dolencia,
el cólera ese, está pasando. Que ya no bebemos malas aguas.
—Es
cierto —dije. Sabía que mi excusa no duraría para siempre—. Están haciendo un
nuevo alcantarillado y colocando nuevas bombas de agua limpia.
—Usted
me dirá qué chisme les cuento ahora.
—Yo
me encargo. —Un joven, de unos veinte años, entró en la posada cargado con un
petate. Estaba sano—. Asegúrese de encontrarme trabajadores, buen hombre —dije
bien alto—. Necesito sirvientes y mano de obra para mi fábrica. Les daré una
buena paga.
Salí
de allí satisfecho a sabiendas de que esa noche, a más tardar, el recién
llegado, la madre y la niña, estarían a mi merced. Pero esas vidas no me
ayudarían, siendo generosos, más allá de un mes. Necesitaba una solución.
Pronto. Antes de que el cólera se erradicara por completo y los cadáveres
secos, por deshidratación, dejasen de ser habituales en Londres.
Hasta
el momento, no me había preocupado por la mujer que me había convertido, pero
debía encontrarla si quería sobrevivir sin despertar sospechas. En un Londres
limpio, sin peste, sin cólera, sin podredumbre social, los hombres como yo no
podrían prosperar ni vivir tranquilos. O la encontraba o solo me quedaría el
destierro.
Sin
embargo, noche tras noche, lo único que encontraba era mujeres dispuestas a
reconocer las mayores fechorías a la vista de una billetera. La maldita que me
había convertido en un ser adicto a la sangre, en un alma estática en el
tiempo, había desaparecido.
Invertí
muchas ganancias en encontrarla. Tenía espías en cada bar, en cada rincón de
perdición similar a aquel en el que me había encandilado.
Se
había esfumado y con ella la esperanza de una nueva forma de vida.
A
finales de ese verano, las muertes en la zona disminuían y en mi fábrica
aumentaban. Debía parar. Debía hacerlo o desaparecer.
A
fin de cuentas, lo único que me unía a esta ciudad era la facilidad con la que
se hacía dinero. Ni familia, ni sucesores. Solo riqueza heredada y generada.
Solo monedas. Monedas que ya ni me alimentaban ni me daban placer.
Tal
vez ahí se encontraba la clave. Adoptar una forma de vida nómada. Moverme por
la tierra consumiendo los frutos temporales de allí a dónde me llevasen mis
viajes. Permitir el barbecho. Permitir el olvido de Lord Wirenne.