Adam Wirenne. Capítulo 3

Via


Era fácil.
Cada quincena consumía una nueva vida y a nadie le importaba. Alternaba entre el servicio, trabajadores de bajo rango, viajeros y, si no podía evitarlo, prostitutas o sin techo. Incluso llegué a un acuerdo con el dueño de una cutre posada en la que podía saciar mis deseos y asesinar en la tranquilidad del anonimato. Por aquel entonces, el dinero podía comprarlo todo. Absolutamente todo.
—Madre e hija —me dijo el posadero.
Aquella noche me sentía más débil de lo habitual. El sol del verano me hacía comer con más frecuencia, pero acaba de alimentarme de uno de mis sirvientes, no tenía sentido seguir hambriento; pero lo estaba.
—Niños no.
—Es lo que hay. Esta mañana se ha marchado un grupo de viajeros y sus catres no tardarán en llenarse de putas y borrachos… —Negué con la cabeza. Estas personas solían estar tan infectas como su apariencia sugería. Hasta en dos ocasiones saboreé el cólera—. Ellas parecen sanas. Recién llegadas de Liverpool.
—He dicho que no.
—Es lo que hay. —Se arrepintió de inmediato de hablarme hablado con ese tono tan insolente. Mi mirada le hizo orinarse en su pantalón sucio—. Yo… —Su corazón bombeaba con mayor frecuencia—. Sé que la mujer busca trabajo. ¿Por qué no le ofrece servir en su mansión? Podrá usar a la niña para la fábrica después de…
Agarré una hoja arrugada del mostrador y garabateé una improvisada oferta de empleo con mi dirección personal.
—Hasta ahora he llamado a las autoridades para deshacerme de los cadáveres. Les hablo de esa enfermedad que está arrasando y se los llevan bien envueltos en mis sábanas.
—Me aseguraré de que le traigan sábanas nuevas —dije entregándole unas monedas junto al papel arrugado.
—No es esa la traba —murmuró—. Debe ser más precavido. Anteayer, un tipo que acompañaba a los agentes tomando notas, puso en duda mi palabra. Dice que tal la dolencia, el cólera ese, está pasando. Que ya no bebemos malas aguas.
—Es cierto —dije. Sabía que mi excusa no duraría para siempre—. Están haciendo un nuevo alcantarillado y colocando nuevas bombas de agua limpia.
—Usted me dirá qué chisme les cuento ahora.
—Yo me encargo. —Un joven, de unos veinte años, entró en la posada cargado con un petate. Estaba sano—. Asegúrese de encontrarme trabajadores, buen hombre —dije bien alto—. Necesito sirvientes y mano de obra para mi fábrica. Les daré una buena paga.
Salí de allí satisfecho a sabiendas de que esa noche, a más tardar, el recién llegado, la madre y la niña, estarían a mi merced. Pero esas vidas no me ayudarían, siendo generosos, más allá de un mes. Necesitaba una solución. Pronto. Antes de que el cólera se erradicara por completo y los cadáveres secos, por deshidratación, dejasen de ser habituales en Londres.

Hasta el momento, no me había preocupado por la mujer que me había convertido, pero debía encontrarla si quería sobrevivir sin despertar sospechas. En un Londres limpio, sin peste, sin cólera, sin podredumbre social, los hombres como yo no podrían prosperar ni vivir tranquilos. O la encontraba o solo me quedaría el destierro.
Sin embargo, noche tras noche, lo único que encontraba era mujeres dispuestas a reconocer las mayores fechorías a la vista de una billetera. La maldita que me había convertido en un ser adicto a la sangre, en un alma estática en el tiempo, había desaparecido.
Invertí muchas ganancias en encontrarla. Tenía espías en cada bar, en cada rincón de perdición similar a aquel en el que me había encandilado.
Se había esfumado y con ella la esperanza de una nueva forma de vida.
A finales de ese verano, las muertes en la zona disminuían y en mi fábrica aumentaban. Debía parar. Debía hacerlo o desaparecer.
A fin de cuentas, lo único que me unía a esta ciudad era la facilidad con la que se hacía dinero. Ni familia, ni sucesores. Solo riqueza heredada y generada. Solo monedas. Monedas que ya ni me alimentaban ni me daban placer.
Tal vez ahí se encontraba la clave. Adoptar una forma de vida nómada. Moverme por la tierra consumiendo los frutos temporales de allí a dónde me llevasen mis viajes. Permitir el barbecho. Permitir el olvido de Lord Wirenne.

Adam Wirenne. Capítulo 2.


Via

Desapareció entre la niebla, dejándome allí tirado, agotado, sin fuerzas. Quise levantarme y regresar al bar, pero mi cuerpo no obedecía mis demandas. Mientras la humedad del ambiente empapaba mi ropa y mi cabello, yo apenas podía respirar. Coger aire y expulsarlo se convirtió en una acción consciente en la que tenía que concentrar mis fuerzas. Inspirar, expirar. Inspirar, expirar. Expirar. Expirar. Expirar.

Desperté empapado y desorientado, pero con una motivación que jamás antes había experimentado. Reorganicé las escasas fuerzas que me quedaban para subsistir en aquel incipiente amanecer, para llenar el vacío de mi interior. En mi vida había sentido tal desazón, tal ansiedad, tanto temor… Sino llenaba aquel vacío algo terrible me ocurriría.
El hedor de un muchacho que se acercaba me hizo levantarme de un salto. En cuanto dio un paso hacia el callejón me abalancé sobre él, desesperado por llenar el vacío. Necesitaba la ayuda de otro ser humano para poder reponerme.
De algún modo, mi cuerpo supo lo que debía hacer. Era yo quién obedecía las demandas de mi biología en lugar de dominarla con mi mente racional. Sacié mi vacío con su sangre. Llené mi ansia a mordiscos desgarradores. Alimenté al monstruo en el que me había convertido hasta absorber la última gota de vida que ese joven, de ojos vidriosos, poseía hasta adentrarse en el callejón.
Me limpié con su ropa y adecenté mi imagen cuanto me fue posible. Su gorra me ayudaría a pasar desapercibido ante el resto de hombres, mujeres y niños que ya caminaban hacia las diferentes industrias en las que, personas como yo, les explotábamos a cambio de un colchón más cómodo.
Siempre había sido un monstruo. Mentiría si reconociera haber sentido lástima por aquellos niños que convertían en tejido mis barcos de algodón, los hombres que manejaban la peligrosa maquinaria o las mujeres que elaboraban caras toneladas de tela de la que solo yo me beneficiaba. Del mismo modo, mentiría si reconociera haber sentido lástima por ese muchacho.
En ocasiones, uno debe hacer lo necesario para sobrevivir y yo nunca había tenido reparos en escalar montañas de cadáveres para alcanzar el sol más candente. Me gustaría decir que ese día fue diferente, pero haciendo honor a la verdad, no puedo.

No hubo un antes y un después en la necesidad de sangre. Solo un cambio de hábito. Una adaptación más hacia la supervivencia. 

Adam Wirenne. Capítulo 1.


Via

Empezó con un beso.
Uno que no supe rechazar.
Ella danzaba a mi alrededor como una serpiente, estrechando cada vez más la circunferencia invisible con la que me asfixiaba.
No me importó. No necesitaba más oxígeno que el entremezclado con su aroma.
Ella me acercó la pipa y, al contrario que en otras ocasiones, el opio no me nubló el juicio. Nunca había sido tan consciente de lo que estaba a punto de ocurrir.
Se acercó aun más y apresó mis labios. Su beso era fuerte, tan ansioso que dejamos de bailar para concentrarnos. Me  apretó la cara con sus manos y me dio un mordisco. Una gota de sangre resbaló por mi barbilla y la enjugó de un lengüetazo. Aquel gesto me encendió de tal forma que habría consumado mi ansia allí mismo, sin importarme el gentío que nos rodeaba. Pero ella se alejó entre risas y miradas sugerentes a la espera de que siguiera sus pasos.
Lo hice. Avancé como un asno tras una zanahoria, esquivando a las personas que bailaban, las mesas de juego y las nubes de humo adormecedor.
Cruzó el umbral de una posada para atravesarla y escapar por la puerta trasera. De vez en cuando, miraba hacia atrás para enloquecerme con sus ojos colmados de deseo, viciosos, hambrientos.
Al alcanzar un solitario callejón, aminoró la marcha. Bajó uno de sus tirantes, dejando un hombro al descubierto, y el otro resbaló. Sus pechos rebosaban aquel jugoso escote que clamaba por mi atención. Avanzó hasta resguardarse bajo un puente de piedra mientras se levantaba las enaguas y me mostraba el apetitoso camino a seguir.
La acorralé contra el muro de piedra y saboreé, con una brutalidad impropia de mí, la piel que encontraba a mi alcance mientras ella liberaba la presión de mis pantalones. Clavó sus dientes en mi cuello sin derramar más sangre de la que me devolvió entre besos.  
Con una de sus afiladas uñas rajó su labio inferior y pintó mi boca con su lengua. Antes de que me diera cuenta, el calor, el éxtasis y el dolor se entremezclaron en un baile de placer desconocido para mí hasta entonces.
Saqué la cartera. No me importaba pagar. Las reuniones de negocios que se iniciaban en casas de juegos solía terminarlas en rincones oscuros y sin blanca.
—Guárdate eso, encanto.
—Cógelo —dije agitando el consistente fajo de libras—. Querré repetir. Esto hará que te acuerdes de mí.
—¿Repetir? —soltó una carcajada al tiempo que se arreglaba el pelo—. En unas horas desearás estar muerto.
Agotado, apoyé la espalda sobre el muro y resbalé hasta quedar sentado en un charco. El efecto de opio se hizo con mis sentidos y poco me importaba más que dejarme llevar hacia el mar de calma al que me arrastraba.
Ella se acuclilló a mi lado para acariciarme el rostro con su aliento.
—Siento haberte hecho esto, dulzura —susurró—. No he podido resistirme.